Cuestión de fe.

Creo en los poderes curativos de las natillas de mi abuela. En la fuerza de un rayito de sol para empujarnos a salir a la calle. En las fronteras que sólo separan tierras, no territorios ni personas. Creo en Johnny Depp y en Robe Iniesta. Creo en quien duerme en un aeropuerto esperando por un avión y en aquellos a los que un viaje siempre se les hace condenadamente corto. Creo en la ilusión de creer. En el trocito de verano que se asoma tras las primeras cerezas del mes de mayo. En la gente que no tiene miedo de equivocarse y ve en sus errores el camino hacia el acierto. Creo en el milagro de los panes de ajo y el vino con naranja. En las pequeñas victorias del día a día: aparcar el coche esquivando todas las columnas que se mueven, pintarme las uñas sin pintarme los dedos. Creo en el reflejo que veo de mí en el espejo tras un ratito contigo.

Peliagudo asunto este de la fe. Si algo está claro, es que todos necesitamos creer en algo o en alguien para evitar que el ‘cinco minutos [nada] más’ de cada mañana al despertar no se alargue hasta el mediodía. Y el que diga que no, miente. Hay quien se santigua y reza en una iglesia. Otros lo hacen en el Vicente Calderón. La fe se manifiesta de las formas más variopintas. Pero es curioso: qué poquito nos acordamos de creer en nosotros mismos.

Yo creo en la felicidad que se aloja en los granitos de arena de las playas que has pisado. En las manitas regordetas de un bebé. En un lunes festivo. En la absoluta cotidianeidad de una croissant recién hecho untado con tu mermelada favorita.

Desayuno

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